17 de septiembre de 2025

Maquinaria insólita VI

Tal vez el problema es confundir la enfermedad literaria con amor o arte. Hay que separar las cosas. O quizá es todo lo contrario, son lo mismo y se quiere separarlas. Desde dónde nace la creatividad. No se puede separar la creatividad de la inspiración, así como no se puede separar al ser humano del artista. Una amiga me envía una foto de un lugar al que las dos íbamos a bailar en la adolescencia, en un pueblo junto al mar. No nos conocíamos en esa época, caímos en cuenta hace poco que veraneábamos en el mismo poblado. Era un recinto que se llamaba César, en una ciudad que queda en la región de Valparaíso, en Chile, su nombre es Concón. Me quedo observando la foto, es muy buena, se ve la gran circunferencia de cemento junto a las olas, lo que era el techo del sitio, que ahora está abandonado. ¿Lo reconoces?, me dice. Me tomó un momento. Pero habíamos comentado de eso hace poco, así es que me dije, debe ser eso. Así es, me dijo. Me quedé pensando en ese local, en tantas vacaciones en esa playa. De pronto recordé que fue en ese establecimiento que besé a alguien por primera vez, creo que tenía catorce años. Bueno, Virgile el naturalista dice que fue con él a los once años, pero de ese beso no me acuerdo, pero sí que fuimos novios y que nos dábamos la mano. Tengo guardada una pequeña carta en que me pregunta si quiero ser su novia. Yo le respondí de vuelta con una pequeña misiva en que indicaba que sí, pero que me iba de vuelta a mi casa a la gran ciudad, porque se habían acabado las vacaciones, pero que sería para la próxima. Todo fue en persona, nos entregamos cartas. Ahora que lo pienso es una historia fantástica. Las cartas para que todo quedara secreto entre nosotros, para que hubiese misterio y expectación. Las historias buenas son así. Pero volvamos al César a los catorce años. Es importante el primer beso. Tal vez debería acordarme si fue con Virgile o no. Pero centrémonos en esta historia. Recuerdo que bailé, era alguien unos años mayor que yo, y que luego me dijo que nos sentáramos a conversar en unos sillones que había en esa especie de bar discothèque con grandes ventanales que daban al océano donde se podía ver la luna brillando en la inmensidad. Lo único que recuerdo de la música es Soda Stereo, de esa vez. Suena romántico todo, pero el sitio era más cercano a un bar de mala muerte que al espacio de tus sueños. Pero eso lo sé ahora, en ese momento estaba bien. Nos sentamos. Conversamos. De a poco se fue acercando, y luego se me vino encima y me besó. Recuerdo que me sorprendió, pero tenía noticias de estas prácticas amorosas, así es que no me alarmé. Además me parecía guapísimo, por lo que no opuse resistencia. Ahora bien, lo del beso en sí, no me gustó mucho. Me esperaba otra cosa. Lo de la lengua me pareció demasiado íntimo e invasivo. Me llevé una desilusión. ¿Esto es?, me dije. Pensé que podía ser mejor. Al personaje en cuestión no volví a verlo. Quedamos de reunirnos al día siguiente en la playa del pueblo de al lado, pero no llegué. Creo que la situación me intimidaba. Preferí dejar la experiencia hasta ahí. Igual había sido una experiencia interesante. Seguí de todas maneras recordándolo por un tiempo. Alguna vez lo vi en Santiago en otro bar discothèque, al año siguiente puede ser, pero nunca más volvimos a cruzar palabra. Lo que recuerdo es que se quedaba al lado de la pista de baile y observaba, era una conducta extraña, a decir verdad. En cualquier caso, creo que la inauguración de mi sexualidad fue pacífica, una experiencia agradable, raya para la suma, como se dice, aunque lo de la lengua en principio impacte un poco. Ahora que lo pienso estoy contenta que no nos volvimos a ver, pero no sé bien por qué, intuyo que continuarla no habría sido lo mismo que esa fuerza inicial. Bueno, con esto queda zanjado el vínculo próximo entre enfermedad literaria, amor y arte. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario